El jardín de Annia (recocinado )

Foto: Irina Iriser

Todo ocurrió allí, sobre la sábana, de forma inevitable. Amor roto, la duda agrieta la caricia más densa, la que arranca piel y orgasmo, y cascadas de anárquicos jadeos. Monstruo perverso, divina creación. Las moléculas tienden a organizarse, y juegan a combinarse para tomar por sorpresa a la eternidad, aunque eterno es un concepto relativo y excesivamente humano. Hay días que no son ni buenos, ni malos, simplemente se deslizan invisibles, con sigilo, pueden parecer fantasmas, pero suman. Son los que aprovecha el diablo, si existiera, para alquilarte una habitación en el infierno, que si existe. Uno en esos días, habla, piensa, clama, ruega, eres inercia en modo rutina. Actúas sin esperanza alguna, sabiendo que como siempre, el cielo se alimenta de nosotros, pero no por ello, tiene obligación de amarnos o escucharnos. Así las cosas, nada de lo que se piensa o emprenda, en días así (los más), da la impresión de estar revestido de ninguna trascendencia.

Fue en uno de esos días cuando Annia dudó, había dedicado tiempo ¿Incontable? A un amor que había clavado raíces, tan fuertes y profundas en su ser, que era fácil confundirlo en las radiografías, con el entramado de sus venas y arterias. Su naturaleza le exigía fe total en el amor, un amor sin sombra, ni resquicios, compacto, que pudiera alimentar el deseo de su alma famélica. La duda la desangraba, desde que una tarde, Phileas, el amado, no llegó a percibirla como ella necesitaba. Annia puso la astucia a trabajar, para esclarecer su recelo. Actuó con normalidad, aguzó su perspicacia, y sus sentidos se afinaron como los de un letal depredador. La idea de dar fundamento o descartar su incertidumbre, se transformó en obsesión ¡Amor puro! Le susurraba una voz en su interior. Al poco tiempo la duda, se había transformado en sospecha, una llamada intempestiva, una indolencia inexplicable, el descuido en una fecha señalada, en una cita, o en algún beso sin alma. No tenía una prueba consistente, pero si la certidumbre que da el sexto sentido, y todos esos detalles clavados como puñales en la garganta. La duda permanecía sin desvanecerse, el amor tampoco, era una situación terrible para un ser hipersensible como Annia, que vivía solo por y para consumir amor.

Llegó otro de esos días, por la mañana lloró desconsoladamente. Empezó como una capa de fina y acuosa tristeza cubriendo el cristalino de sus ojos, poco a poco fue empañando su mirada, luego la habitación, y al momento el mundo entero. No podía detener el llanto, al contrario, éste se hacía más y más intenso, en cuanto intentaba mitigarlo. Su corazón, arreciaba lágrimas, eclipsando en minutos el diluvio universal. Annia vaciaba el sufrimiento de su alma sobre la sábana, con la que trataba de secar su torrencial agonía y esta lo recogía, empapándose hasta la última de sus fibras. El llanto no tardó en dejarse acompañar por el lamento, el lamento por la maldición, la tristeza con la rabia, y todo junto, fue fermentado un deseo irrefrenable, de venganza. Amor y odio comparten el mismo rellano, en la estructura edificable del ser humano. Invocó y deseó males, apretando la sábana entre sus puños cerrados, desconsolada por la traición, le deseó a Phileas, todo el dolor que ella masticaba, hiel amarga en sus encías, gusanos royendo su tráquea y una gran agonía. La sábana se estremecía entre sus manos, haciendo acopio de aquel odio entre el mar de lágrimas saladas, había espacio suficiente para todo, en aquellas fibras comprensivas. Así pasó todo el día, sobre la cama, envuelta en la sábana, convocando males, sobre la cabeza del traidor y llorando por su amor. Al llegar la tarde, se levantó, se maquilló, se vistió, y se puso a preparar la cena y su mejor sonrisa. Su odiado amor no tardaría en llegar, y no debía sospechar, ni imaginar el alcance del dolor de sus atroces dudas. Solo se trataba de un lacrimógeno día, rutina para nuestra Annia, consumida por inestables pensamientos, que no lograba despejar. Un día sin trascendencia, sumida en aquel caos emocional, que le impedía ser ella misma, y alcanzar su plenitud.

Phileas llegó al filo de las siete, abrió la puerta con parsimonia, al tiempo que terminaba con una conversación telefónica. Annia terminó de acicalarse en la cocina, mientras ensayaba una sonrisa dulce, en el débil reflejo que le brindaba la superficie de acero inoxidable de la puerta de su nevera. Su odiado amor, entró a la cocina, la besó, y raudo se aferró a una tostada para mitigar su apetito, mientas elogiaba el aroma del guiso que Annia estaba preparando. Ella estaba radiante y sexy, su aroma era médula espinal del más potente afrodisiaco. Phileas no pudo resistirse. Annia puso el guiso a cocer fuego lento, y antes de un minuto, follaban con la cólera de una tempestad, sobre la sábana húmeda, testigo mudo de lo sucedido durante el día. Jadeaban, se rasgaban. Un cocktail de vitalidad extenuante, flujo caliente y semen, regó la sábana. Se relamían, se consumían, tomados por un delirio sexual, y así cayeron sin aliento el uno sobre el otro, como dos heridos convalecientes, humeantes, tras la desenfrenada explosión. Así permanecieron unos minutos en silencio, ella fue la primera en recuperar la vida.

El sujetador abrochado, y aun colgando bajo sus pechos saciados, dejó la cama, y Phileas con su sexo abatido y recostado sobre su muslo latiendo placer, la observaba. Un aura celestial, la envolvía, se sintió atrapado en ella como no se había sentido desde mucho tiempo atrás. Annia se detuvo, se recostó un tanto sobre el quicio de la puerta, y se dio media vuelta. En sus ojos negros, emergió un centelleo de supuesta felicidad, observó con detenimiento, el cuerpo de su amor. Se sentía amada como nunca en ese instante.

  • Ven aquí, mi loca, amooorrr ….necesito más de ti.

Phileas alzó los brazos al pronunciar estas palabras, para invitarla de nuevo a jadear entre ellos, y trató de levantarse. En los ojos de su amado, el amor puro, el deseo, ese sentimiento, que tanto había deseado corroborar, se hizo visible, como el brillo anaranjado de un amanecer. Annia hizo un esfuerzo para contener las lágrimas que delatasen la culminación de su único anhelo. Sus dudas se desvanecieron por completo en aquel instante. El momento que tanto había esperado, codiciado y soñado, por fin se había manifestado. Con una sonrisa cómplice, provocaba sin moverse de lugar, el deseo enloquecido del amante, con miradas lascivas y ardientes. El amor de aquel hombre, puro y sin límites, iba a ser suyo para siempre, Annia depredaba, desesperante seducción. Phileas excitado, e impaciente, decidió incorporarse, para ir al encuentro de Annia, pero no pudo.

La habitación perdió la cordura, quedó extrañamente ensombrecida, Annia sintió el placer recorriendo la superficie de su piel, reconoció el olor al odio y, sobre todo, el de aquel inmenso amor, paralizado sobre la sábana. Ella permanecía inmóvil junto a la puerta, presa de un hechizo, sus ojos emanaban una intensa incandescencia. Phileas trató de moverse, pero fue inútil. La sábana comenzó a enroscarse en su cintura. Con incredulidad y luego terror, trató de zafarse, pero luchaba contra una fuerza imposible de vencer. La sábana, como una inmensa boa, lo amordazaba, lo asfixiaba, le comprimía los huesos. Al hacerlo cada fibra de aquella boa, emanaba un líquido trasparente, salino, de textura espesa y grumosa. Un rio de lágrimas, destiladas por un apetito insaciable exprimía al desdichado, hasta el último de sus fluidos, extrayendo de su corazón, la preciosa esencia del amor puro, que le había condenado. Annia se retorcía de placer, se acercó, con la yema de sus dedos tocó el fluido, lo probó y se estremeció, al punto de llegar a sentir un orgasmo desbordando su sexo. Delicioso, inmejorable.

Phileas se debatía en vano, luchaba exhausto sin resultado alguno, desconcierto, pánico, conmoción. Un crujido, advirtió de la primera de las múltiples roturas de los huesos de Phileas. Su carne se abría, y todo él iba desapareciendo poco a poco, enroscado y aplastado, en el interior del monstruo. El terror en los ojos de Phileas, solo era comparable al abismo de dolor, que trataba de expresar a través de un grito, que nunca pudo escapar más allá de su garganta, debido a la presión que ejercía sobre su cuello, la efectiva mordaza del engendro que lo engullía. Annia lo amó con todo su ser, emocionada, la tentación de salvarlo atravesó su pensamiento como un relámpago. Pudo luchar por él, pero era tan puro y delicioso, el amor que Phileas emanaba, que permaneció inamovible, saciando su voraz apetito. El amante con los ojos inyectados en sangre y muerte, fue ingerido por completo. El espantoso ruido del chasquido de sus huesos, resonó en los oídos de Annia prolongando un éxtasis, que la inducía a salivar de intensa excitación.

Cuando todo terminó, ni el más mínimo rastro de sangre podía verse sobre la sábana, tras la ingesta del desgraciado Phileas, ésta tomó de nuevo su forma original, sin que nada pudiera delatar lo sucedido. Annia, por fin pudo deshacerse de la fuerza que la mantenía inmóvil, triste, feliz, saciada de amor genuino. Algunas lágrimas cubrían sus pechos desnudos, mezclando felicidad, con desolado pesar. Quizá todo podría ser distinto, pensó, solo un mal sueño. Phileas la amaba con sinceridad y toda su pasión, pero su amado había sido digerido, barrido de la faz de esta tierra para siempre. Se encogió de hombros, era su naturaleza, inevitable, irrefrenable, nadie puede dejar atrás su esencia. Se sintió herida de muerte, y también renacida, abatida pero feliz. Con el corazón afectado, tomó la sábana entre sus manos, y aún pudo inhalar el olor característico de Phileas. Lo buscó por si acaso entre los pliegues de aquel suave trozo de tela, podía recuperar una ínfima parte de él. Sollozaba puro amor, satisfacción, se vistió, imbuida de aflicción, recogió la sábana, y salió al jardín, allí un rosal estaba por plantar. Rodeó las raíces con el sudario de su amado, escarbó en la tierra, y lo sembró con esmero. Cada gesto era delicadeza, devoción, sincera tristeza, pérdida inolvidable en su corazón hambriento. Se alzó y pronunció una plegaria a modo de despedida, cuando escuchó el sonido incesante del teléfono del porche del jardín. Acudió llena de ira para saber quién osaba interrumpir su ceremonia, ira que se percibía en su voz al contestar.

  • ¿Sí? ¡Dígame! –  su voz, era de látigo.
  • Disculpa Annia, siento molestarte, soy Carlos ¿Nos conocimos hace unos días, me recuerdas?
  • ¡Carlos! ¡Oh! Si que alegría, necesitaba escuchar una voz amable, … y precisamente estaba pensando en ti. Me alegra tu llamada. ¿Te apetece cenar un guiso? Lo tengo a fuego lento en la cocina- Su voz ya era pétalo de Rosa, el depredador aguzaba de nuevo sus sentidos, su mirada centelleó.

Carlos aceptó la invitación, y Annia desde el porche suspiró con alivio, quizá un nuevo amor llegaba, pensó, no es sencillo. Sonreía, sin dejar de contemplar la exuberante belleza de la frondosa extensión de rosales, que jalonaban la valla de su jardín, con orgullo y pasión en su mirada. Un delicioso perfume lo envolvía todo, Phileas. Pudo no haber sido así, hoy no debía haber sido el día, meditaba Annia, pero hay días que parece que no suman y … y corrió para acicalarse y recibir como debía al inminente invitado.

Mik Way. T ©

6 respuestas a “El jardín de Annia (recocinado )

    1. Muchas gracias Ana, lo publiqué ayer, pero no me terminaba de gustar, y hoy le dí otro empujón, Me alegra que te guste, porque tú en imaginación también derrochas en tus relatos, Un abrazo¡¡¡

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  1. Imaginación al poder¡¡¡👏🌹Un relato fantástico, dónde se mezclan amor odio, fruto de unos celos enfermizos y sexo de alto
    Voltaje, que termina devorando al amado, envuelto en una tela de araña. Y como broche su ritual del jardin…El último beso de la mujer araña.
    Yo me pregunto: Terminará Carlos en el Jardín?🕷🕷🕸🕷
    Un abrazo👍🌹🕊🌹

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    1. Carlos, bueno todo depende de la pureza del amor que sienta, me da que Annia sabe sacar lo mejor de los demás¡¡ Gracias por leer y comentar Susana, un abrazote grande ¡¡ 👍👍🌹🌹

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